Poesía: el misterio que espera ser nombrado
El acto poético y sus procesos inspirativos continúan siendo un misterio, un abismo que se agiganta y desafía los fundamentos con los que explicamos y sostenemos la realidad. ¿Sepultaremos esta potencialidad reduciendo lo poético cada vez más a sus aspectos meramente formales o retomaremos el deseo encarnado por los poetas que hicieron de este misterio una fuerza vital, una manera de estar en el mundo y transfigurarlo?
Partiendo de un recurso finito, el decir poético se manifiesta
inacabable. Resulta imposible explicar la poesía con las leyes del mundo que
palpamos y aún del que intuimos; al desandar su dinámica, su íntima relojería,
no haremos otra cosa que remontarnos hasta una sustancia oscura que apenas nos
permitirá un tanteo fugaz, porque esa materia inasible y fecunda no quiere ser
percibida, quiere ser dicha. Al igual que el Tao, el vacío que origina la
poesía nunca se colma ni se agota, sin embargo su fuerza repercute en la
realidad, la reviste de nuevas posibilidades.
Precisamente, para intentar explicar el enigma del Tao, el Gran
Logos, Lao Tzé debió apelar a ese otro misterio que es la poesía, y desde el
plano de lo metafórico comparar su esencia con una vasija de barro que es útil
por la nada que lleva dentro, una forma sin forma, una figura sin contorno, oscura
y luminosa a la vez, una fuerza que atempera sus resplandores y se hace una con
el polvo, un relámpago que no ciega y que sin obrar nada deja sin hacer. Para
formular lo impronunciable Lao Tzé tenía que volver al Tao uno con su expresión
porque su naturaleza no aceptaba traducciones, sino que invitaba al acto, a
cruzar el umbral, a la experiencia directa e irreductible que sólo puede
propiciar lo poético.
Pero para alcanzar ese estado inspirativo y dinámico, el poeta
primero deberá vaciarse, convertirse en vasija, desenfocar la mirada y dejar
atrás lo preconcebido, soltar el aliento y dejarse respirar, entrar en la
oscuridad para encenderse: ser materia combustible.
A ti, oscuridad de la que vengo,
te amo más que a la llama
que limita el mundo
y brilla sólo
para algún círculo
fuera del cual ningún ser sabe de ella.
Con estos versos de El libro de las horas, Rilke nos
asegura que lo definido es materia menos compartible que lo oscuro, nuestro
origen, donde nuestras percepciones comulgan aún en la multiplicidad de
sentidos con que podemos experimentarla: Al salir el
No-ser y el Ser de un fondo único, no se diferencian más que por sus nombres.
Este fondo único se llama Oscuridad (Tao Te King).
Y es entonces que hasta no ser dicho, aquello que la poesía nombra
y modela se niega a existir, permanece abrigado de misterio. Más allá de la
técnica, el estilo, la impronta, los ismos, el contexto, cada poeta ha de
sumergirse una y otra vez en aquella oscura materia y dejarse articular por
ella, hacerse uno con lo inesperado.
¿A qué secreta voz pertenece entonces el decir del poeta? Si del
verso más pulido al frenesí rítmico cada raíz y cada filo de imagen o silencio
estarán enlazados a un cuerpo que del otro lado de la palabra escrita ya no
puede ser reconocido. No hay concepto cercano a la identidad que pueda ser
admitido para intentar develar el origen de esta voz.
¡Deja de tu voz, sólo el silencio anterior! Escribía
Fernando Pessoa en el poema “El hombre”, en el año 1918. Conocedor de este
misterio y con la sobria lucidez de un iniciado, el poeta portugués supo ser
cuenco y encarnar como pocos “la nada” inagotable, la forma sin forma, al punto
que Álvaro de Campos, uno de sus heterónimos, de sus criaturas poéticas,
llegara a asegurar que Fernando Pessoa no existe, porque todo él ha
multiplicado y trascendido su identidad hasta convertirla en pura potencia.
En el “Libro del desasosiego”, su obra imposible o compendio de
miles de fragmentos que Pessoa no pudo o no quiso organizar y editar, el poeta
llega a confesar a través de Bernardo Soares, el heterónimo a quien se atribuye
la autoría, que cada persona o contexto que lo rodea se han convertido para él
en símbolos vinculados entre sí, conformando una escritura poética u oculta que
se deja “transparecer” en sus propias sombras.
Pessoa, el irreal, el escurridizo, el que dejó su obra huérfana
en un baúl, dotó sin embargo a sus heterónimos de minuciosas biografías y
particularidades, de encarnadura, llegando incluso a diagramar sus propias
cartas astrales, como si realmente hubieran sido guiados por designios
cósmicos; en tal grado es que el misterio lograba cristalizarse a través de su
palabra-gesto.
Fernando Pessoa ansiaba, a través de su arte de mil voces,
libertar a los otros de sí mismos, ofrecerse como una especial liberación, invitarlos
a la experiencia de lo incomunicable, a la sinfonía de sí: Tengo hambre
de la extensión del tiempo, y quiero ser yo sin condiciones. Y en este
sentido el conjunto de sus heterónimos podría entenderse como una pluralidad de
instrumentos de muy distinta naturaleza reunidos en torno de una misma pieza
musical y un mismo deseo. Los habrá de sonoridad grave, de metálica
estridencia, apagados, gráciles, ligeros, pero todos acoplados en la misma
experiencia vital y creativa.
Al leer sus versos y prosas poéticas, los fragmentos
desperdigados y reunidos, los ensayos y cartas, Pessoa nos abre a un
interrogante: ¿su obra encarnó una excepción o una posibilidad?
Aldo Pellegrini, nos brinda una guía en su ensayo La
acción subversiva de la poesía, donde manifiesta que no es la falta de
impulso poético lo que reduce y mutila al hombre, sino su represión. En este
punto, la poesía de Pessoa funciona como un llamado persistente que resquebraja
las fronteras con las que pretendemos separar y mensurar el fondo oscuro de la
vida y limitar nuestra capacidad de decirlo.
Me pesa, realmente me pesa, como una condena a conocer, esta
noción repentina de mi individualidad verdadera, de esa que anda siempre
viajando somnolientamente entre lo que siente y lo que ve, dice
el heterónimo Soares en El Libro del desasosiego, pero en un fragmento
siguiente y citando un poema de otro heterónimo, Alberto Cairo, expresa: "Porque
yo soy del tamaño de lo que veo/ y no del tamaño de mi altura” Frases como
éstas, me parecen crecer sin voluntad que las hubiera dicho, me limpian de toda
la metafísica que espontáneamente adhiero a la vida. Después de leerlas, me
acerco a mi ventana que da a la calle estrecha, miro hacia el gran cielo y a
los muchos astros, y soy libre como un esplendor alado cuya vibración me
estremece todo el cuerpo.
“¡Soy del tamaño de lo que veo!” Cada vez que pienso esta frase
con toda la atención de mis nervios, me parece más destinada a reconstruir
consteladamente el universo. ¡Soy del tamaño delo que veo!» Qué gran posesión
mental va desde el pozo de las emociones profundas a las altas estrellas que se
reflejan en él (…).
El acto poético como mutua posesión, como fuerza de encuentro
entre el abismo de la interioridad y lo manifiesto, un interprenetrarse con lo
otro y un previo vaciarse de sí. Allí se origina la poesía, en un silencio que
se repliega, una suerte de intemperie que, al decir de Octavio Paz, saca al
hombre de sí mismo para ser todo lo que lleva como potencia, lo que ES: Tengo
ganas de levantar los brazos y gritar cosas de un salvajismo ignorado, de decir
palabras a los altos misterios, de afirmar una nueva personalidad extendida a
los grandes espacios de la materia vacía. Pero me reprimo y sereno. “¡Soy del
tamaño de lo que veo!” Y la frase permanece siendo para mí el alma entera,
recuesto en ella todas las emociones que siento, y sobre mí, por dentro, como
sobre la ciudad, por fuera, cae una paz indescifrable desde la dura luz
de la luna que se extiende con el anochecer.
Fernando Pessoa fue sin dudas del tamaño de lo que vio y
sintió, un baúl lleno de gente, una multiplicidad de paisajes y
estados, una sensibilidad capaz de vibrar al unísono y dejarse estremecer con
la sabiduría y la completud que se entreteje a una partícula de polvo, que
palpita en los labios de la niña que come chocolates o se descomprime a través
del resignado suspirar de un tenedor de libros.
Cabe hoy preguntarnos si semejante potencialidad tiene cabida en
nuestro ser contemporáneo tan fragmentado y concluyente, con inciertas
capacidades para sostener y aunarse al misterio. A los hombres de este tiempo
nos cuesta demasiado perder las referencias, propias y ajenas, convivir con las
fisuras, con lo incompleto, con el silencio; el vacío nos resulta insoportable
y aberrante, la nada: un pecado mortal, y qué decir de ser nadie… o de ser
todos.
Aquí es donde la poesía puede erguirse como una esperanza, como
una luz y un calor que llegan desde un arquetipo íntegro de lo humano, capaz de
afirmarse en la realidad y mantener a la vez encendido su potencial de
trascendencia, de ser otro, de pronunciar y crear con los limitados recursos
del lenguaje una imagen que pueda contener y darle sentido al mundo.