La infancia editada
“Sin misterio, todo sería muy poco, tal vez nada.”
Antonio Porchia
Propongo un pequeño ejercicio para la
imaginación o el recuerdo.
Existen momentos en los que podemos percibirnos
bajo estados excepcionales, creo que la mayor parte de las personas sobre el
planeta ha experimentado alguna vez la sensación de descubrirse súbitamente inspirada,
en una suerte de estado de liviandad y fluidez donde se sale al encuentro de
todo lo que nos rodea desde una genuina e intensa capacidad de asombro,
extrayendo continuas y nuevas posibilidades donde antes sólo había lo
cotidiano, lo conocido, lo estéril. En estos instantes “sagrados”, podemos
reencontrarnos clara y objetivamente con ecos de nuestra experiencia infantil,
de juego libre, de exploración desprejuiciada, de gozo perceptivo y creación
inspirada. Y es entonces que esta gracia nos atraviesa en toda la dimensión de
nuestro ser, irradia desde la esfera emocional, se irriga por nuestro cuerpo y
se eleva y entremezcla con nuestros pensamientos: es un continuo donde la
emoción, la observación y la voluntad diluyen sus barreras, conciertan sus
facultades y llegamos a “sentir con el pensamiento” y “pensar con el cuerpo”.
Bien, retomando, si alguna vez experimentaron un momento como éste o similar, les propongo recrear en sus cuerpos, en su imaginación, el recuerdo de este percibirse integrados y en total disposición de sí mismos. Algo se enciende dentro nuestro, comienza a poseernos, a integrar nuestras polaridades, a desmoronar los lugares comunes, a engullir el tedio e impulsar nuestra capacidad creativa y de acecho de posibilidades, y todo este conjunto de potencias puede detonar precisamente allí donde lo deseemos, sobre un papel en blanco, en una caja de lápices desparramados sobre la mesa, en una danza espontánea, en una charla de inusitada lucidez y agudeza, en un debate de ideas, en el amor, en la realidad toda ahora transformada en una materia noble que recibe y amplifica cada uno de nuestros gestos, pensamientos y emociones… Pero de repente un extraño ingresa en escena, una mirada que nos observa y mide, que quiere retener para sí una porción de nuestra experiencia, que la evalúa jerarquizando ciertos momentos y desechando otros, que impone límites y manifiesta intereses que desconocemos. Este personaje ajeno al juego lleva además una cámara de fotos en sus manos y mientras sonríe va seccionando y recortando nuestra experiencia tan enraizada en el presente, mutilando su fluidez… Sepan disculpar el contraste, imagino que se habrá sentido horrible, pero me vi necesitado de apelar a este “tironcito” para invitarlos a experimentar aquello que un niño de nuestro tiempo puede llegar a sentir en un mundo donde la vigilancia del ojo tecnológico se inmiscuye en cada uno de sus espacios de necesaria y vital libertad, de necesaria y vital intimidad.
Bien, retomando, si alguna vez experimentaron un momento como éste o similar, les propongo recrear en sus cuerpos, en su imaginación, el recuerdo de este percibirse integrados y en total disposición de sí mismos. Algo se enciende dentro nuestro, comienza a poseernos, a integrar nuestras polaridades, a desmoronar los lugares comunes, a engullir el tedio e impulsar nuestra capacidad creativa y de acecho de posibilidades, y todo este conjunto de potencias puede detonar precisamente allí donde lo deseemos, sobre un papel en blanco, en una caja de lápices desparramados sobre la mesa, en una danza espontánea, en una charla de inusitada lucidez y agudeza, en un debate de ideas, en el amor, en la realidad toda ahora transformada en una materia noble que recibe y amplifica cada uno de nuestros gestos, pensamientos y emociones… Pero de repente un extraño ingresa en escena, una mirada que nos observa y mide, que quiere retener para sí una porción de nuestra experiencia, que la evalúa jerarquizando ciertos momentos y desechando otros, que impone límites y manifiesta intereses que desconocemos. Este personaje ajeno al juego lleva además una cámara de fotos en sus manos y mientras sonríe va seccionando y recortando nuestra experiencia tan enraizada en el presente, mutilando su fluidez… Sepan disculpar el contraste, imagino que se habrá sentido horrible, pero me vi necesitado de apelar a este “tironcito” para invitarlos a experimentar aquello que un niño de nuestro tiempo puede llegar a sentir en un mundo donde la vigilancia del ojo tecnológico se inmiscuye en cada uno de sus espacios de necesaria y vital libertad, de necesaria y vital intimidad.
Hace apenas unos días tuve la suerte de
entrevistar a una mujer mayor, alguien que había superado los ochenta años y
que en algún sentido todavía se mantenía por fuera del atropello tecnológico y
la continua dispersión a la que nos invitan las “pantallitas móviles”. La
finalidad de nuestro encuentro apuntaba a que pudiera compartir una serie de
testimonios y vivencias que quedarían plasmados en un libro. Luego de tomar un
café y charlar sobre los objetivos del encuentro llegaba el momento de la
entrevista formal y como algo completamente naturalizado tomé mi grabador
digital y lo puse sobre la mesa, lo cual ocasionó en ella un marcado gesto de
disgusto. Entonces, con mucha cortesía, me pidió que por favor lo guardara
porque el aparato la cohibía y no iba a poder “sentirse libre” de hablar. Debo
reconocer que no me resistí, al contrario, lo tomé inmediatamente como un juego
y aceptando su desafío me dispuse por primera vez en varios años a realizar una
entrevista confiando únicamente en mi memoria, ya que doblé la puesta y ni
siquiera tomé apuntes. Demás está decir que no fueron pocos los puntos de la
conversación que se me escurrieron como agua entre los dedos, pero puedo
asegurar que escasas veces estuve tan compenetrado y presente durante un
reportaje, con una nueva capacidad de escucha activa. Esto sin contar el enorme
disfrute que me posibilitó.
Que los dispositivos tecnológicos nos
limitan e intimidan es algo que todos sabemos o intuimos, nunca somos los
mismos frente a una cámara de fotos o de video, un grabador o incluso frente a
un micrófono, la sensación es clara y universal: frente a estos dispositivos
nos sentimos un poco “fuera de nosotros mismos”.
Ahora bien, si dentro de nuestra
anquilosada sensibilidad de adultos todavía podemos captar esa “herida” en la
presencia, esa incomodidad o impostación frente a la cual debemos sobreponernos
con más o menos esfuerzo, podemos imaginar cabalmente a lo que deben
enfrentarse las niñas y niños para quienes las cámaras se han convertido en
objetos cotidianos que se inmiscuyen en sus espacios de juego o sociales, en su
intimidad, mientras duermen, comen, ríen, lloran, en sus rabietas y enojos,
cuando su imagen es apropiada sin su consentimiento e insertada en las redes
sociales sin jamás tener en cuenta su opinión y su soberanía tanto sobre sus
cuerpos y su intimidad. Claramente no aceptaríamos que nadie se entrometa así
en nuestras vidas adultas. ¿Por qué entonces ejercemos sobre ellos algo que de
sólo imaginarlo para nuestras vidas nos horroriza? O más profundo y doloroso
aún, ¿qué necesidades anímicas particulares nos llevan a atropellarlos y
vulnerarlos en sus derechos y nos impide ponernos en su lugar? ¿Qué vacíos en
nuestra autoimagen estamos queriendo tapar con la imagen de los niños?
Hakuin Ekaku una de las figuras más
influyentes del budismo zen japonés escribió: “cuando nos olvidamos de nosotros
mismos, somos el universo”. También habla de ello Stephen Nachmanovitch en su
maravilloso libro “Free Play”: “Para que aparezca el arte, nosotros debemos
“desaparecer”. Esto puede sonar extraño, pero en realidad es una experiencia
común. Los bebés de nuestra especie y los de otras parecen estar a menudo, o
quizás habitualmente, en estado de samadhi (trance iluminado), y tienen también
la propiedad única de poner en estado de samadhi a todos los que están a su
alrededor, feliz, relajado, sin prestarse atención a sí mismo, concentrado, el
bebé nos envuelve en su propio estado de goce y expansividad. Es curioso que
tanto la meditación como la danza sean formas de “desaparecer”. Las culturas
del mundo están llenas de medios muy específicos y técnicos para llegar a este
estado de vacío. Ya sean apolíneas, por su carácter, como el Zen, o dionisíacas
como el sufismo, estas tradiciones y las prácticas que prescriben nos sacan del
tiempo común”.
Y es precisamente la infancia, el momento
biográfico donde la vida posibilita como nunca que cada ser humano pueda
habitar plenamente la paradoja de centrarse para desaparecer, para ser el
mundo, y los adultos deben velar por que este derecho sea respetado en toda su
dimensión. De hecho, así lo reza la Convención Internacional de los Derechos
del Niño cuando se señala su derecho inalienable a “que se respete su
vida privada”, “a ser respetados cuando se toman decisiones que los afectan en
el orden privado, familiar y social”, “a expresarse libremente”; y este
expresarme libremente es también un expresarse sin el acoso de cámaras y
teléfonos celulares, a crecer, jugar y expresarse desconociendo lo que
significan Facebook, Twitter o YouTube.
“Cuando los procesos creativos se detienen
con un chirrido, tenemos la sensación intolerable de estar totalmente
atascados, sufrimos la antítesis de la mentalidad brillante, alerta, que antes
decíamos que "desaparecía"”, sostiene Nachmanovitch. Si, ese chirrido
a veces podemos encarnarlo nosotros como adultos que hemos olvidado la
importancia del juego libre y lo hermoso que fue haber jugado y crecido sin
estos elementos de control que editan y jerarquizan fragmentos de nuestra vida
por temor a “perderlos”. Pero es que esa es la esencia misma de estos momentos
sagrados y libres, de total improvisación, permitirnos valorar cada instante de
la vida como único, como algo que nunca volverá a repetirse de la misma manera
y, opuesto a la lógica capitalista, gozar con ese riesgo, porque una vida
creativa y presente es una cuestión maravillosamente riesgosa. Por eso
Martha Graham, coreógrafa y bailarina estadounidense que revolucionó el
lenguaje de la danza advertía que existe “una vitalidad, una fuerza vital, una
energía, que se traducen a través de cada persona en acción, y como hay un solo
tú, un solo tú en todos los tiempos, esta expresión es única. Y si lo bloqueas
nunca existirá a través de otro medio y se perderá”. De allí que podamos leer no
como una ganancia, sino como una lamentable pérdida toda intromisión que obstruye
y recorta estos momentos nacidos para la libertad.
Y en este sentido los niños, con su intensa
habilidad de adaptación nos muestran las profundas huellas que nuestras
intervenciones de control pueden dejar sobre sus capacidades de juego: ante la
intromisión de una cámara en su intimidad primero se malhumoran, luego lo
aceptan y finalmente terminan saliendo del juego libre y espontáneo para jugar
para la lente. Y es lógico, si los adultos a su alrededor se muestran tan
interesados en este asunto de la camarita y las redes sociales, si otros tantos
opinan, se enternecen y divierten con su imagen, provocando aprobación y
reconocimiento, les entra la sospecha de que eso que naturalmente les resultaba
hostil no debe ser tan malo. Y así nos encontramos con niñas y niños pequeños
que pasan cada vez más horas observando la vida (su vida) a través de pantallas
y pantallitas (el 38 por ciento de los usuarios de Facebook en el mundo son
menores de 13 años), actuando para la aprobación, para el “like” de sus padres
y de tantos desconocidos, para ese otro siempre hipotético, intangible y
demandante que se va apoderando de sus emociones, de sus actividades, de sus
cuerpos.
Y, si de aquí en más, proyectamos lo que
puede llegar a suceder en la vida adulta de ese niño que salió del juego libre
para jugar para otro, para facilitar la edición de su vida, no puede menos que
sobrecogernos la angustia. Pero si acaso aún no podemos percibir ese riesgo es
porque nosotros sí tuvimos la oportunidad de jugar para nosotros mismos, para
el despliegue de nuestro ser, por el puro placer de conocernos y conocer el
mundo, porque nuestro juego no fue recortado, obstruido, alienado.
Las tecnologías de vigilancia y control,
bajo las más sutiles apariencias, han comenzado a secar los vacíos fértiles de
la condición humana, espacios de misterio donde se gesta nuestra dimensión
lúdica, creativa, poética y transformadora. Del mismo modo, por carecer de
estos espacios o no poder dialogar con ellos es que dependemos cada vez más de máquinas
y dispositivos externos como memorias seguras que sabrán atesorar aquellos momentos
que, por estar atentos a las luchas cotidianas o por temor a lo efímero,
parecieran no tener espacio en nuestras almas. Todo queda plasmado en imágenes,
ya no necesitamos recordar, darnos el lujo de la imprecisión o la subjetividad,
ya no necesitamos recrear: paisajes, rostros, fiestas, recitales, momentos
íntimos, todo permanecerá debidamente rubricado en carpetitas virtuales
amarillas o en álbumes de Facebook. Así llegará el día en que ese conjunto de
parcialidades y recortes, esas identidades editadas, tendrán más autonomía y
relieve que nosotros mismos. Entonces pasaremos de nuestro actual estatus de
esclavos de la imagen a convertirnos apenas en su reflejo, en su huella.
Por fortuna todavía queda la excepción, todavía lo innombrable no ha quedado yermo; lo que jamás podrá ser capturado en pixeles, lo subversivo poético, continúa expandiendo fronteras, cobijando vacíos. Y en esa zona de misterio seguimos siendo invitados a sembrar con las manos desnudas.
Luis
Eduardo Martínez