jueves, 29 de agosto de 2013

La infancia editada



“Sin misterio, todo sería muy poco, tal vez nada.”
Antonio Porchia


Propongo un pequeño ejercicio para la imaginación o el recuerdo.
Existen momentos en los que podemos percibirnos bajo estados excepcionales, creo que la mayor parte de las personas sobre el planeta ha experimentado alguna vez la sensación de descubrirse súbitamente inspirada, en una suerte de estado de liviandad y fluidez donde se sale al encuentro de todo lo que nos rodea desde una genuina e intensa capacidad de asombro, extrayendo continuas y nuevas posibilidades donde antes sólo había lo cotidiano, lo conocido, lo estéril. En estos instantes “sagrados”, podemos reencontrarnos clara y objetivamente con ecos de nuestra experiencia infantil, de juego libre, de exploración desprejuiciada, de gozo perceptivo y creación inspirada. Y es entonces que esta gracia nos atraviesa en toda la dimensión de nuestro ser, irradia desde la esfera emocional, se irriga por nuestro cuerpo y se eleva y entremezcla con nuestros pensamientos: es un continuo donde la emoción, la observación y la voluntad diluyen sus barreras, conciertan sus facultades y llegamos a “sentir con el pensamiento” y “pensar con el cuerpo”.
Bien, retomando, si alguna vez experimentaron un momento como éste o similar, les propongo recrear en sus cuerpos, en su imaginación, el recuerdo de este percibirse integrados y en total disposición de sí mismos. Algo se enciende dentro nuestro, comienza a poseernos, a integrar nuestras polaridades, a desmoronar los lugares comunes, a engullir el tedio e impulsar nuestra capacidad creativa y de acecho de posibilidades, y todo este conjunto de potencias puede detonar precisamente allí donde lo deseemos, sobre un papel en blanco, en una caja de lápices desparramados sobre la mesa, en una danza espontánea, en una charla de inusitada lucidez y agudeza, en un debate de ideas, en el amor, en la realidad toda ahora transformada en una materia noble que recibe y amplifica cada uno de nuestros gestos, pensamientos y emociones… Pero de repente un extraño ingresa en escena, una mirada que nos observa y mide, que quiere retener para sí una porción de nuestra experiencia, que la evalúa jerarquizando ciertos momentos y desechando otros, que impone límites y manifiesta intereses que desconocemos. Este personaje ajeno al juego lleva además una cámara de fotos en sus manos y mientras sonríe va seccionando y recortando nuestra experiencia tan enraizada en el presente, mutilando su fluidez… Sepan disculpar el contraste, imagino que se habrá sentido horrible, pero me vi necesitado de apelar a este “tironcito” para invitarlos a experimentar aquello que un niño de nuestro tiempo puede llegar a sentir en un mundo donde la vigilancia del ojo tecnológico se inmiscuye en cada uno de sus espacios de necesaria y vital libertad, de necesaria y vital intimidad.
Hace apenas unos días tuve la suerte de entrevistar a una mujer mayor, alguien que había superado los ochenta años y que en algún sentido todavía se mantenía por fuera del atropello tecnológico y la continua dispersión a la que nos invitan las “pantallitas móviles”. La finalidad de nuestro encuentro apuntaba a que pudiera compartir una serie de testimonios y vivencias que quedarían plasmados en un libro. Luego de tomar un café y charlar sobre los objetivos del encuentro llegaba el momento de la entrevista formal y como algo completamente naturalizado tomé mi grabador digital y lo puse sobre la mesa, lo cual ocasionó en ella un marcado gesto de disgusto. Entonces, con mucha cortesía, me pidió que por favor lo guardara porque el aparato la cohibía y no iba a poder “sentirse libre” de hablar. Debo reconocer que no me resistí, al contrario, lo tomé inmediatamente como un juego y aceptando su desafío me dispuse por primera vez en varios años a realizar una entrevista confiando únicamente en mi memoria, ya que doblé la puesta y ni siquiera tomé apuntes. Demás está decir que no fueron pocos los puntos de la conversación que se me escurrieron como agua entre los dedos, pero puedo asegurar que escasas veces estuve tan compenetrado y presente durante un reportaje, con una nueva capacidad de escucha activa. Esto sin contar el enorme disfrute que me posibilitó.
Que los dispositivos tecnológicos nos limitan e intimidan es algo que todos sabemos o intuimos, nunca somos los mismos frente a una cámara de fotos o de video, un grabador o incluso frente a un micrófono, la sensación es clara y universal: frente a estos dispositivos nos sentimos un poco “fuera de nosotros mismos”.
Ahora bien, si dentro de nuestra anquilosada sensibilidad de adultos todavía podemos captar esa “herida” en la presencia, esa incomodidad o impostación frente a la cual debemos sobreponernos con más o menos esfuerzo, podemos imaginar cabalmente a lo que deben enfrentarse las niñas y niños para quienes las cámaras se han convertido en objetos cotidianos que se inmiscuyen en sus espacios de juego o sociales, en su intimidad, mientras duermen, comen, ríen, lloran, en sus rabietas y enojos, cuando su imagen es apropiada sin su consentimiento e insertada en las redes sociales sin jamás tener en cuenta su opinión y su soberanía tanto sobre sus cuerpos y su intimidad. Claramente no aceptaríamos que nadie se entrometa así en nuestras vidas adultas. ¿Por qué entonces ejercemos sobre ellos algo que de sólo imaginarlo para nuestras vidas nos horroriza? O más profundo y doloroso aún, ¿qué necesidades anímicas particulares nos llevan a atropellarlos y vulnerarlos en sus derechos y nos impide ponernos en su lugar? ¿Qué vacíos en nuestra autoimagen estamos queriendo tapar con la imagen de los niños?
Hakuin Ekaku una de las figuras más influyentes del budismo zen japonés escribió: “cuando nos olvidamos de nosotros mismos, somos el universo”. También habla de ello Stephen Nachmanovitch en su maravilloso libro “Free Play”: “Para que aparezca el arte, nosotros debemos “desaparecer”. Esto puede sonar extraño, pero en realidad es una experiencia común. Los bebés de nuestra especie y los de otras parecen estar a menudo, o quizás habitualmente, en estado de samadhi (trance iluminado), y tienen también la propiedad única de poner en estado de samadhi a todos los que están a su alrededor, feliz, relajado, sin prestarse atención a sí mismo, concentrado, el bebé nos envuelve en su propio estado de goce y expansividad. Es curioso que tanto la meditación como la danza sean formas de “desaparecer”. Las culturas del mundo están llenas de medios muy específicos y técnicos para llegar a este estado de vacío. Ya sean apolíneas, por su carácter, como el Zen, o dionisíacas como el sufismo, estas tradiciones y las prácticas que prescriben nos sacan del tiempo común”.
Y es precisamente la infancia, el momento biográfico donde la vida posibilita como nunca que cada ser humano pueda habitar plenamente la paradoja de centrarse para desaparecer, para ser el mundo, y los adultos deben velar por que este derecho sea respetado en toda su dimensión. De hecho, así lo reza la Convención Internacional de los Derechos del Niño cuando se señala su derecho inalienable a “que se respete su  vida privada”, “a ser respetados cuando se toman decisiones que los afectan en el orden privado, familiar y social”, “a expresarse libremente”; y este expresarme libremente es también un expresarse sin el acoso de cámaras y teléfonos celulares, a crecer, jugar y expresarse desconociendo lo que significan Facebook, Twitter o YouTube.
“Cuando los procesos creativos se detienen con un chirrido, tenemos la sensación intolerable de estar totalmente atascados, sufrimos la antítesis de la mentalidad brillante, alerta, que antes decíamos que "desaparecía"”, sostiene Nachmanovitch. Si, ese chirrido a veces podemos encarnarlo nosotros como adultos que hemos olvidado la importancia del juego libre y lo hermoso que fue haber jugado y crecido sin estos elementos de control que editan y jerarquizan fragmentos de nuestra vida por temor a “perderlos”. Pero es que esa es la esencia misma de estos momentos sagrados y libres, de total improvisación, permitirnos valorar cada instante de la vida como único, como algo que nunca volverá a repetirse de la misma manera y, opuesto a la lógica capitalista, gozar con ese riesgo, porque una vida creativa y presente es una cuestión maravillosamente riesgosa. Por eso Martha Graham, coreógrafa y bailarina estadounidense que revolucionó el lenguaje de la danza advertía que existe “una vitalidad, una fuerza vital, una energía, que se traducen a través de cada persona en acción, y como hay un solo tú, un solo tú en todos los tiempos, esta expresión es única. Y si lo bloqueas nunca existirá a través de otro medio y se perderá”. De allí que podamos leer no como una ganancia, sino como una lamentable pérdida toda intromisión que obstruye y recorta estos momentos nacidos para la libertad.
Y en este sentido los niños, con su intensa habilidad de adaptación nos muestran las profundas huellas que nuestras intervenciones de control pueden dejar sobre sus capacidades de juego: ante la intromisión de una cámara en su intimidad primero se malhumoran, luego lo aceptan y finalmente terminan saliendo del juego libre y espontáneo para jugar para la lente. Y es lógico, si los adultos a su alrededor se muestran tan interesados en este asunto de la camarita y las redes sociales, si otros tantos opinan, se enternecen y divierten con su imagen, provocando aprobación y reconocimiento, les entra la sospecha de que eso que naturalmente les resultaba hostil no debe ser tan malo. Y así nos encontramos con niñas y niños pequeños que pasan cada vez más horas observando la vida (su vida) a través de pantallas y pantallitas (el 38 por ciento de los usuarios de Facebook en el mundo son menores de 13 años), actuando para la aprobación, para el “like” de sus padres y de tantos desconocidos, para ese otro siempre hipotético, intangible y demandante que se va apoderando de sus emociones, de sus actividades, de sus cuerpos.
Y, si de aquí en más, proyectamos lo que puede llegar a suceder en la vida adulta de ese niño que salió del juego libre para jugar para otro, para facilitar la edición de su vida, no puede menos que sobrecogernos la angustia. Pero si acaso aún no podemos percibir ese riesgo es porque nosotros sí tuvimos la oportunidad de jugar para nosotros mismos, para el despliegue de nuestro ser, por el puro placer de conocernos y conocer el mundo, porque nuestro juego no fue recortado, obstruido, alienado.
Las tecnologías de vigilancia y control, bajo las más sutiles apariencias, han comenzado a secar los vacíos fértiles de la condición humana, espacios de misterio donde se gesta nuestra dimensión lúdica, creativa, poética y transformadora. Del mismo modo, por carecer de estos espacios o no poder dialogar con ellos es que dependemos cada vez más de máquinas y dispositivos externos como memorias seguras que sabrán atesorar aquellos momentos que, por estar atentos a las luchas cotidianas o por temor a lo efímero, parecieran no tener espacio en nuestras almas. Todo queda plasmado en imágenes, ya no necesitamos recordar, darnos el lujo de la imprecisión o la subjetividad, ya no necesitamos recrear: paisajes, rostros, fiestas, recitales, momentos íntimos, todo permanecerá debidamente rubricado en carpetitas virtuales amarillas o en álbumes de Facebook. Así llegará el día en que ese conjunto de parcialidades y recortes, esas identidades editadas, tendrán más autonomía y relieve que nosotros mismos. Entonces pasaremos de nuestro actual estatus de esclavos de la imagen a convertirnos apenas en su reflejo, en su huella.
Por fortuna todavía queda la excepción, todavía lo innombrable no ha quedado yermo; lo que jamás podrá ser capturado en pixeles, lo subversivo poético, continúa expandiendo fronteras, cobijando vacíos. Y en esa zona de misterio seguimos siendo invitados a sembrar con las manos desnudas. 

Luis Eduardo Martínez